27 septiembre 2012

Un vistazo a la cultura sefardí (I)


La formación del mundo sefardí
© Paloma Díaz-Mas


Llamamos sefardíes a los judíos descendientes de los expulsados de la Península Ibérica a finales de la Edad Media. El proceso de creación y consolidación del mundo sefardí fue largo y complejo: empieza ya a finales del siglo XIV, cuando la oleada de asaltos a juderías y matanzas de 1391 –y las subsiguientes conversiones forzadas— impulsaron al exilio a un número impreciso de judíos, que se refugiaron mayoritariamente en las comunidades del Norte de África.
La expulsión de los judíos de Castilla y Aragón en 1492 arrojó fuera de estos reinos a un contingente de cerca de cien mil judíos, que fueron a asentarse en algunos lugares de Europa (Italia, el sur de Francia o Portugal), en el reino de Marruecos, o en las tierras del Mediterráneo Oriental que pertenecían al entonces pujante y extenso imperio otomano. En 1497 se les expulsa de Navarra.
También en 1497 se decreta la expulsión de los judíos de Portugal, que al final se concretó en una masiva conversión forzada. Muchos de los convertidos (cristianos nuevos) matuvieron a escondidas la práctica de la religión de sus mayores, cosa que se vio favorecida por el hecho de que no existiese Inquisición en Portugal hasta mediados del siglo XVI.
Estos conversos criptojudíos (despectivamente llamados marranos) fueron, a su vez, el germen de comunidades sefarditas en los Países Bajos, en Inglaterra, en Hamburgo, en ciudades italianas como Ferrara o Ancona, o en las colonias portuguesas de América; a lo largo de los siglos XVI y XVII, muchos cristianos nuevos volvieron al judaísmo y se integraron en las comunidades sefarditas de Marruecos o del Oriente Mediterráneo.
Con frecuencia el proceso de emigración fue complejo y duró años o incluso generaciones, y no sólo por las condiciones en que se hacían los viajes en aquella época, sino porque era frecuente que un individuo o una familia itinerase de un país a otro hasta asentarse definitivamente. Un ejemplo bien conocido es el de la familia de Gracia Nasí, una rica y poderosa dama nacida en Portugal de una familia de origen castellano, que, viuda de su esposo Diogo Mendes, estableció negocios en Amberes y emigró posteriormente con su familia a Ferrara y luego a Venecia, para acabar viviendo definitivamente en Estambul, donde su sobrino Juan Micas hizo carrera como hombre de confianza del sultán. Se trata de una familia excepcional, por su alto origen social y económico, pero ejemplifica muy bien una itinerancia que duró a veces varias generaciones.
Cuando hablamos de cultura sefardí solemos distinguir tres grandes bloques geográficos: los sefardíes del Norte de África; los orientales, asentados en las tierras del Mediterráneo Oriental que pertenecieron al imperio otomano; y los sefardíes occidentales, es decir, los que se asentaron en países de la Europa occidental. La evolución histórica y cultural de cada uno de estos tres grupos fue muy distinta. Mientras que hasta el mismo siglo XX los sefardíes del Norte de África (singularmente los de Marruecos) y de Oriente conservaron el uso de la lengua española y algunos rasgos culturales hispánicos, los de países europeos (Francia, los Países Bajos, Italia, Inglaterra) se integraron en sus sociedades de acogida y ya en el siglo XVIII no hablaban español, aunque siguieron manteniendo algunos rasgos culturales específicos, como la liturgia de rito sefardí.
Desde la segunda mitad del siglo XIX (y, sobre todo, en las primeras décadas del XX) se produce una segunda diáspora que tiene como destino países de América del Norte (Estados Unidos, México) o del Sur (Argentina, Venezuela, Cuba, etc) y de Europa (Francia, Italia, España). Consecuencia de ello es que, desde la segunda mitad del siglo XX, los sefardíes no se encuentran en sus lugares de asentamiento tradicionales, sino en esos nuevos países de acogida.

Fragmento del artículo “Los sefardíes: una cultura del exilio” de Paloma Díaz-Mas. Tomado del CSIC (Centro de Investigación y Difusión de la Cultura Sefardí) y publicado originalmente por el Boletín de la Fundación Juan March de Madrid en noviembre y diciembre de 2002



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