09 agosto 2012

Libros al vuelo

Madame Proust y la cocina kosher




En el inicio de esta novela encontramos a Sophie, personaje que nos introduce en la historia de las vidas de tres mujeres, distintas pero con aspectos de sus vidas entrelazados. De esta manera, Sophie nos da pistas para situarnos en la acción: ella está en París, durante la Segunda Guerra Mundial, y se dirige al cementerio Père Lachaise. Sin embargo, habla, en su imaginación, con otro personaje que no se encuentra presente: su hija –Sarah- a quien conoceremos más adelante. Y es que la mayoría de los capítulos empiezan con un nombre propio (aunque no siempre) y, la mayoría de las veces, de mujer. Así, descubrimos que tres mujeres, principalmente, apuntalan la narración: Sarah, Marie y Madame Proust, que da una parte del título a la novela. La elaborada estructura de la obra hará que podamos entrever la vida de las protagonistas, por separado, cuando, al mismo tiempo, descubriremos estos momentos brillantes en que Kate Taylor –la autora canadiense, nacida en Francia- las interconecta.
Puede resultar imprescindible explicar el porqué del título de este libro. Conoceremos a Madame Proust a través de su diario, relatado en unas libretas en las que anota sus quehaceres detalladamente. En ellas explica también la vida de su hijo –Marcel Proust-, futuro escritor de renombre, y sus problemas con la familia, justamente por este motivo. Marcel se obstina en hacer entender a sus padres que quiere dedicar su tiempo a una carrera literaria, todo y las objeciones de estos, que le animan a estudiar Derecho, convencidos de la necesidad de buscar a su hijo una profesión como es debido. Estas libretas-diario no aparecen en la novela al azar, sino que sirven para presentar a otro personaje –Marie- que se está dedicando a traducirlas al inglés.
Marie es intérprete oficial de conferencias en Canadá pero, debido a motivos personales, decide viajar a la Biblioteca Nacional de Francia y consigue descubrir estos manuscritos de la madre de Proust. Marie es el personaje más cercano al lector, ya que se dirige a éste directamente, relatando su historia personal en primera persona. Así, se nos presenta y explica también parte de su vida, desde su infancia en Francia hasta la actualidad: “Permítanme que les descubra a una muchacha de quince años que está de pie en los escalones del Royal Ontario Museum de Toronto. […] Yo soy esa muchacha” (pág. 51).
Por último, Sarah –la hija de Sophie- es enviada a Canadá por sus padres, en el momento en que la vida de las familias judías de Francia empieza a peligrar. Junto a estos tres personajes femeninos, resaltará también un personaje masculino: Max; amor no correspondido de Marie, la intérprete, que se refugiará en el estudio de Proust para olvidar su frustración.
La cocina kosher del título es importante ya que es la tradicional de las familias judías, como la de Sarah y Madame Proust. Sarah, que se convertirá en una ama de casa, constantemente preocupada, celebrará su boda con la comida característica de este tipo de cocina y pasará prácticamente el resto de su vida dedicada a descubrir sus auténticos secretos. Este interés surgirá después de haber viajado a Francia, a los veinte años, en busca de sus raíces y sus desaparecidos padres y después de haber sido adoptada por un matrimonio canadiense –los Plot-.
Kate Taylor aprovecha el hecho de que algunos de sus personajes sean judíos (Marie es católica) para introducir el tema del Holocausto. Marie, durante su infancia, tiene un amigo judío –David- que, junto con las explicaciones de clase de la escuela, le hacen reflexionar sobre este tema. Ya de mayor, en Canadá, tratará con Max el tema de la existencia de Dios y, entonces, el porqué de los campos de exterminio. Y así, la autora hace reflexionar a sus personajes. Marie se pregunta: “¿Logrará nuestro recuerdo impedir la repetición o no es más que una simple autosatisfacción?”(pág. 150).
Será Max el que amenazará a su madre con dejar la carrera de Medicina (escogida gracias a su recomendación) para empezar a estudiar Historia del Arte; incidente que guarda relación (en esta misma novela) con la dificultad de Marcel Proust de convencer a sus padres de que la única carrera que le interesa es la literaria. Podemos darnos cuenta cuando, en el diario de Madame Proust (traducido por Marie), leemos: “[…] una profesión aparte de la filosofía o la literatura sería para él una pérdida de tiempo demasiado importante” y continua: “Cuánto me gustaría que se mostrara más realista al respecto. Ganarse el pan con la literatura se me antoja una tarea imposible” (pág. 82). Todo el tema de la elección de la profesión tiene importancia en la novela: ¿Por qué escogemos una profesión y no otra? ¿Hasta qué punto nos pueden llegar a influenciar? Los padres, amigos u otros. Marie decide convertirse en intérprete debido a su bilingüismo (inglés-francés), ya que su madre es inglesa y su padre canadiense pero, al mismo tiempo, confiesa que lo hace influenciada por su amistad con Max, con quien se comunica en ambos idiomas. Así, según ella: “haciendo de mi confusión mi profesión” (pág. 284).
Finalmente, los personajes de Kate Taylor se posicionan frente a temas como el religioso ya que, mientras Madame Proust escribe en sus libretas su opinión sobre  la separación entre Iglesia y Estado, en el cambio de siglo (1900) y con el invento del teléfono, Marie, en la iglesia de Saint-Roch, afirma: “Yo creo. Miro el Cristo sangrante que está encima del altar y dedico mis plegarias a Dios” (pág. 327).


El fragmento inicial
Madame Proust y la cocina kosher
Kate Taylor
Traducción del inglés de Alejandro Palomas

Sophie necesitaba unas piedras, pero no se le ocurría dónde encontrarlas en plena ciudad. Aunque no buscaba grandes pedruscos, tampoco estaba dispuesta a conformarse con un puñado de grava que podía coger clandestinamente del diminuto jardín urbano que sobresalía apenas un metro sobre la acera delante del piso bajo del edificio situado a tres puertas del suyo. Mientras pensaba dónde podía encontrar especímenes de mayor tamaño, se acordó con una mezcla de cariño y de arrepentimiento del cubo de latón lleno de pequeños cantos y conchas marinas que durante muchos años la pequeña había guardado en su habitación: recuerdos que había recogido en la playa durante las vacaciones y de los que se había negado a separarse al llegar el momento de tomar el tren de regreso a casa. Sophie se acordó también de los frecuentes paseos por los bosques cercanos, donde sin duda debía de haber todo tipo de rocas dispersas bajo los árboles. Pero la niña había crecido y se había marchado, y hacía ya tiempo que el cubo de latón yacía sumido en el olvido. La familia no había vuelto
a viajar a la costa normanda desde el estallido de la guerra y aunque la entrada del Bois de Boulogne estaba a tan solo a diez minutos a pie del apartamento, Sophie cada vez se atrevía menos a aventurarse más allá de la panadería de la esquina y no deseaba arriesgarse a tener que sumar una salida adicional a la misión que la ocupaba. Tendría pues que confiar en que encontraría las piedras al llegar a su destino. Vio, aliviada, que Philippe también había salido antes esa
mañana, de modo que no tuvo necesidad de dar explicaciones sobre su partida. La comunicación era cada vez más difícil entre ellos y no tenía energías para inventarse una mentira que la respaldara mientras abría la pesada puerta de roble del apartamento.
Durante el tiempo que la niña había estado con ellos, se habían mantenido unidos y resueltos en la ejecución de sus planes: Sophie y Philippe conseguirían poner a su hija a salvo aunque para ello tuvieran que invertir en la empresa todos sus ahorros. Sin embargo, cuando, tras nueve largas semanas desde la noche de su separación de la pequeña, supieron que el grupo en el que viajaba la niña había logrado cruzar el puesto fronterizo de Hendaya y pasado sano y salvo a España, el foco en el que habían estado concentrados se disolvió y la unidad quedó fracturada.

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